¿Sabes? Mil veces me dijiste aquello de No dejes que escriban tu destino por ti
Yo te oía mientras pensaba en que yo nunca sería capaz de escribir algo tan complicado como mi propio destino. Tú contraatacabas: Es fácil, sólo tienes que dar el toque de salida, tú misma. Y yo lo intenté, de veras que lo hice, pero no supe cómo hacerlo.
Decías también que en la vida hay dos tipos de personas: Las que sudan la camiseta y aquellas que ven cómo los demás corren.
Evidentemente, ante mis ojos tú eras de los que corrían y corrían, aunque nadie entendiese el por qué de tu vivir deprisa. Yo, no corría, bastante esfuerzo para mí era caminar: Esperaba a que llegases para quitarte la camiseta sudada. Allí, en apenas dos metros cuadrados no éramos tan diferentes ¿recuerdas? Nunca tuvimos que hablar.
No sabré por qué me quedé parada ante mis vacíos, no supe dar un paso. Quizá el dolor impidió uno sólo de ellos y esperó el paso del tiempo. Tiempo que, por otro lado, no arregló mucho los huecos, sólo los hizo más lejanos, pero no por ello menos profundos. Y ahora ya no sé si soy un hueco o un vacío de ti.
Te gustaban las palabras, a mí los silencios. Señora de los silencios, me decías cuando mi mirada se perdía sabe Dios dónde. Y decías también que las palabras no dichas no podían existir, del mismo modo que aquello que no se vive no se puede recordar.
Yo no sé si llevabas razón o si mentías, simplemente te creí. Ahora pienso que todo aquello fue producto de mi imaginación, porque yo sí tengo recuerdos y tú no.
Decías también, que las personas somos en definitiva puras operaciones matemáticas: unas te suman y otras te restan. Se te olvidó definirte a ti: tú eres de los que elevan a la décima potencia para después multiplicar por cero. Así de sencillo, así de fácil, por qué hacerlo tan complicado con el amor y las mayúsculas existiendo letras menudas.
Decías que mi piel era suave y que olía a canela
Decías, decías
(Para alguien muy especial para mí)
Hoy el día amenaza con lluvia, después de tanto tiempo sin llover. Aunque todo es relativo. Llover ha llovido mucho en estos últimos años, depende de cómo se mire o de querer saber mirar. El caso es que al salir a la calle, me ha dado frío y he tenido que volverme a casa a coger una chaqueta. Abro el armario y , entre los abrigos guardados en sus bolsas, los zapatos apiñados y las bufandas esperando el invierno que no va a tardar en llegar, me inclino por mi chaqueta de cuero rojo, esa que me sienta tan bien, al menos el color no es el gris de los días de otoño que son tan cortos y tristes- me dije al comprármela-, aunque aún no he entendido muy bien eso de los colores de invierno y los colores de verano.
La chaqueta seguía oliendo a cuero. Y me queda un poco grande. O yo soy un poco más pequeña, cuestión de matices varios. El caso es que me sentía cómoda metida holgadamente en ella e introduje las manos en los bolsillos de forma automática. Dentro del bolsillo izquierdo encontré unas piedras. Cualquier otro año me hubiese resultado más divertido encontrarme un billete de veinte euros olvidado en un abrigo, pero hay que ver lo que son las cosas, unas simples piedras de playa fueron el mejor regalo en esta mañana lluviosa.
Lo primero que pensé fue en la playa, de allí procedían, pero el recuerdo sólo duró unos segundos para sumergirme en lo que siempre quise olvidar y no pude. O quizá no quise, no lo sé. Lo cierto es que las piedras me llevaron hacia ti, hacia la playa, hacia tus labios, hacia las palabras no dichas, hacia los momentos no vividos, hacia el miedo a no verte más, hacia la lucha a muerte con el deseo. ¿Quién ganó? No lo sé
¿Quién perdió? Tampoco me importa mucho. Lo cierto es que, acariciar estas piedrecitas es como acariciarte a ti, saber que están aquí es un poco tener conciencia de que aún no te has ido, y la verdad, por un lado quiero que te vayas y , por otro, quiero que vuelvas a la playa. Y quiero que regreses para decir todo lo que no dije, gastar mis caricias en una noche y agotar mi cuerpo en el que no deja de llover.
Es curioso cómo se viven algunas cosas apenas sin vivir y otras, sin embargo, no llegan a vivirse de tanto querer hacerlo. Sin embargo, estas piedras ni se han inmutado al paso del tiempo, ni se preguntan si hicieron lo correcto o no. He pensado en meterlas en un sobre y mandártelas, quizá te traigan a ti -como a mí-unas imágenes sin editar, quizá te aporten un poco más de lo que nunca fui, de lo que no dije, de lo que se quedó esperando a nacer antes de morir, pero no lo he hecho. Porque sin querer, te imaginaba diciendo Qué cosas más raras manda la gente por correo y tirándolas a la papelera. Seguramente ya, ni recordarás ese día en la playa donde jugué a ser yo un solo día de mi vida. A destiempo, como siempre, pero no sería yo si no fuese a deshoras, a palabras no dichas , a caricias no dadas y a enterrarme antes de morir.
Mejor las devuelvo a la playa, de donde quizás, nunca debieron salir
La noche. La luna rodeada de un halo de colores. La ciudad iluminada ofrece a lo lejos todo un espectáculo esplendoroso, casi pirotécnico. Adela lleva un rato asomada al balcón, recreándose en las vistas y en su soledad. Siente frío y pasa al interior de su hogar, donde la chimenea arde en una mezcla de destellos de fuego.
El silencio se apodera de la casa en cuanto cierra la ventana de la terraza, se hace eco dentro de ella y por unos instantes se le cae la casa encima. Lleva demasiado tiempo luchando consigo misma, a traición, sin saber qué dirección tomar. Se siente tan perdida
Le apetece una infusión y entra en la cocina a prepararla. Coloca una taza con agua en el microondas y acciona el aparato, observa con detenimiento la rotación lenta de la porcelana mientras se calienta el agua. Un pitido agudo le advierte del final del tiempo programado. El líquido ya está caliente. Añade una bolsita de menta y dos cucharadas de azúcar y se dirige de nuevo al salón, acomodándose en el sofá, frente a la chimenea. Se descalza y adopta una postura cómoda mientras clava su mirada en el fuego que arde.
La soledad invita al pensamiento a darse la mano. En otro momento, habría llamado a Manuel y ahora estaría con él, al calor de ese fuego cálido, al abrazo de ese cuerpo tan suyo. Manuel, otra vez Manuel, siempre Manuel. Se incorpora un poco y acerca las manos a la chimenea, intenta desviar su pensamiento a otro lado pero no lo consigue. Desde que Manuel se marchó, desde que no sabe nada de él, los días se hacen largos.
Adela pensaba que apartarlo de su vida sería lo mejor, pero se equivocó de nuevo, aunque nunca sea capaz de admitir su error. No está dispuesta a reconocer que no supo dar ese paso maldito hacia lo desconocido. Creía a ciencia cierta que el no verlo, le devolvería la paz y la estabilidad, nada más lejos de ello.
Vuelve a recostarse a su postura original y cierra los ojos. Respira hondo y suelta el aire poco a poco. Lentamente aparecen las imágenes, los mismos recuerdos de siempre, magnificados por su fantasía, por ese pensamiento que los evoca inconscientemente día a día para no arrinconarlos. Se deja llevar por ellos al tiempo que introduce las manos bajo su camisa y se toca los pezones que se yerguen al momento. A ellos, la caricia les parece ajena, conocida y suave. Y pasea por su mente la respiración ahogada de Manuel mientras roza levemente sus pechos, sus labios se recrean en su cuello y su cuerpo reposa suavemente en su cuerpo, mojado y caliente, ávido de deseo. La imagen es casi real, como un holograma. Puede oír su voz, notar su presencia, olerlo... Comienza a besarse los dedos como si besara los labios de él, su respiración se acelera, abre un poco las piernas mientras sus dedos avanzan
Oye la puerta abrirse y se levanta muy rápido, sobresaltada. Su marido la saluda desde el pasillo.
-Cariño, ¿qué haces aquí?-avanza hacia él con paso rápido, aturdida.
-Ya ves, quería darte una sorpresa ¿Cómo estás?- Se inclina a besarla con una dulzura que se va convirtiendo en pasión. Tira el maletín en el suelo y comienza a desnudarla.-Te he echado de menos
Todo el camino venía pensando en ti, en llegar para verte. Qué bonita estás
Adela lleva puesta una camiseta de tirantes y un pantalón de pijama a cuadros, de franela. No hay mucho que quitar, no lleva ropa interior.
Su piel brilla por el reflejo del fuego, su pelo alborotado le cae en los ojos, sus labios besan otros labios
Hacen el amor improvisando las caricias que surgen espontáneas sin pensar, devorándose con los labios, las manos, sin hablar, ni la más mínima palabra, sólo sintiendo la piel.
Ella reconoce esa forma de amar, tiene la sensación de que no es a Luis a quien se entrega en ese momento de los dos. En su mente se está acostando con Manuel. Por un momento quiere parar, pero es tan real el sentimiento que continúa con su fantasía. Las mismas sensaciones, el mismo olor, la misma piel, el mismo pecho, el poder de la mente. No abre los ojos en ningún momento, no quiere salir de esa especie de trance extraño que le brinda su fantasía. Sólo cuando Luis le dice Te quiero, la alucinación termina precipitadamente: Manuel no dijo nunca te quiero.
Luis la mira y observa su expresión, el cambio de actitud de ella, como si le hubiesen derramado un jarro de agua fría por la espalda. La conoce de sobra para saber más allá de los sentidos y le asalta el miedo, como un sobrecogimiento que le sube ardiendo por el estómago, atravesándole, rompiéndole en dos.
-Adela, dime la verdad. No me niegues ahora lo que estás pensando, por favor
-le sujeta la cara entre sus manos implorando una respuesta.
Adela levanta la mirada y se encuentra con los ojos azules de su marido, impacientes. Piensa muy rápido que, si le dice la verdad todo estará acabado, pero
Las lágrimas se le derraman sin avisar por las mejillas, le tiembla la barbilla, le duele la vida. La mirada de Luis la desnuda por encima de lo físico y se siente más desnuda que nunca, desesperada y desnuda.
-¡Eh! No llores-La voz de su marido la envuelve en caricias- ¿Qué te pasa? Cuéntamelo, mi vida. Dime la verdad, quiero escucharla, necesito escucharla. Sé que te pasa algo, te conozco. No es de hoy, lo sé, desde hace ya tiempo, sé que algo te falta dentro de ti
Luis no se atreve a preguntar directamente por si se encuentra con la respuesta que no quiere oír, que casi da por real, pero que no quiere saber. Como el enfermo terminal que sospecha y trata de desviar la realidad y por lo tanto, no pregunta, prefiere no saber lo que ya conoce de sobra y se engaña con la esperanza de que todo se pueda solucionar con el tiempo, enmascarando la certeza disfrazada de silencio.
Prefiere escoger esa ignorancia camuflada que duele pero no hiere, al menos, no deja marca. Elige seguir estirando ese tiempo maravilloso que se acaba, ese sueño que comenzó un día hace ya tantos años y del que no quiere despertar.
Pero ahora, ante él le espera la realidad, la pesadilla que tanto temió-lo que en el fondo- lleva esperando todo este tiempo sin atreverse a afrontar. Alguna vez tendría que enfrentarse a su inseguridad, a la incertidumbre, mirar cara a cara el presente que se resume claramente en los ojos de su mujer, tristes y vacíos, ahogados en lágrimas.
Había intentado por todos los medios arreglar su relación, la quiere, la quiso desde siempre y nada ha cambiado en él, pero sí hay cambios en ella, en esa mujer que ahora se muestra indefensa y derrotada, bebiendo sus lágrimas intentando en vano aliviar su dolor. Siente cómo todo se derrumba a su alrededor, cómo la habitación se le viene encima con todo su peso, cómo el aire que entra con dificultad en sus pulmones se hace cada vez más espeso, impidiéndole respirar.
-No has hecho el amor conmigo ¿verdad?-Su voz suena sin energía, casi musitando, arrepintiéndose al segundo de haber formulado la pregunta porque ya conoce la repuesta.
Adela no contesta, no hace falta. Sus ojos lo dicen todo. Esos ojos por los que no dejan de caer lágrimas, una tras otra
Luis capta el mensaje y se muere un poco por dentro.
-Necesito respirar. Déjame salir de aquí. Necesito aire, por favor
-Adela se deshace de los brazos de su marido que en ese instante le parecen cadenas y se levanta agobiada, como si de verdad le faltara el aire, cubre su cuerpo desnudo con lo primero que encuentra a su paso, la manta del sofá, sintiéndose extraña con su desnudez y se dirige a la terraza.
Luis se echa las manos a la cabeza mientras la ve salir. La está perdiendo. Se le va de su vida cada vez un poco más, sin poder hacer nada. Sale tras ella en un impulso de evitar lo inevitable.
Adela está apoyada en la barandilla acurrucada en la manta, sigue llorando sin hacer ruido.
-¿Qué puedo hacer, cariño? Dime qué es lo que quieres
-la voz de Luis se le clava en la espalda
Adela se vuelve hacia él con los ojos hinchados. Apenas le sale la voz del cuerpo para decirle:
-Quiero que todo vuelva a ser como antes
Luis la mira una vez más y tiene la certeza absoluta de que nada volverá a ser como antes. Siempre habrá un antes y un después y no podrá vivir con eso. La quiere demasiado para no hacerla feliz. El temor a perderla se hace palpable en ese momento, incluso se plantea si alguna vez la tuvo y eso le hace hundirse un poco más.
Su vida pasa ante él de forma veloz: situaciones, sentimientos y mil sensaciones placenteras acaban de pasarle por delante y no es capaz de quedarse con nada bueno. La existencia que él conoce y que le hace sentir bien se le desparrama entre los dedos. Ese momento temible ha llegado. Es inútil ya dilatar más una falsa felicidad, un fantaseado bienestar.
Luis estrecha entre sus brazos a su mujer. Le acaricia el pelo, le recoge una lágrima . Se da media vuelta y sale de la terraza.
Al cabo de un momento Adela oye cómo se cierra la puerta de la entrada y se inunda de soledad.
Luis
No va tras él. No puede. Se deja caer sentada en el suelo frío y con la cabeza entre las piernas ve también el final de su vida, al menos de la vida con su marido, sintiéndose incapaz de hacer nada, tan sólo llorar, iluminada por la luna, esa luna tan blanca, rodeada de un halo de colores, que proyecta su sombra delgada y temblorosa en el suelo de barro, confundiéndola con la noche.
Al cabo de un rato, vuelve a entrar en la casa. El fuego se ha apagado.
Encima de la mesa, la taza de menta ya fría. Sobre el sofá restos de un amor desecho. Y en Adela
En Adela ya no queda nada.
¡Uno
dos
..tres
.cuatro
cinco.....seis
siete..8
..9 y 10! ¡Ya voy!
La pequeña Violeta no juega en el patio.
Nunca saca las manos de los bolsillos mientras se divierten los demás. Los observa con envidia, casi se diría que quiere echar a correr tras ellos y seguirlos, pero sus piernas no quieren andar.
Nunca merienda en el recreo. Le llega el aroma del chorizo y del pan tierno, pero no dice nada. Los devora en la distancia de su aislamiento, se le cae la baba, pero nunca trae nada para merendar.
Se pasa el recreo entre risas y alborotos. Violeta, sin sacar las manos de los bolsillos, entiende que hay que volver a clase porque los demás niños corren hacia la puerta y echa a andar despacio detrás.
La pequeña Violeta se escondió una tarde de juegos pensando que nadie la iba a encontrar.
Se quedó escondida detrás de la roca y ningún niño la encontró.
La pequeña Violeta tiene pesadillas por las noches y no se deja abrazar.
Se despierta gritando, sólo entonces habla, porque Violeta, hace mucho que quiso callar.
¡Uno
dos
.tres
.cuatro
..cinco
.seis
siete..8
..9 y diez! ¡Ya voy!
La pequeña Violeta no entiende de hadas, ni de gaviotas veloces que buscan sus lápices en el mar para pintar las crestas de las olas y le asustan los duendes y la oscuridad.
Sólo abre esos ojos de niña y me mira extasiada cuando le cuento la historia de la princesa que quiso volar sobre una flor de papel.
La pequeña Violeta no puede oír su nombre porque se pone a gritar, saca sus manos de los bolsillos, corre hacia la puerta, se agacha y se pone a temblar.
La pequeña Violeta apenas habla, apenas toca ni se deja tocar
Un día te encontré, pequeña Violeta. Me quedé en tus ojos añil de princesa triste y te aferraste a mi pierna.
Mi pequeña Violeta, la que no entiende de hadas ni de gaviotas veloces, la única de todos los niños que me supo encontrar.
Sacó sus manos de los bolsillos y me regaló una flor violeta de papel.
Ya no nos asustan los duendes ni la oscuridad. Ahora volamos juntas, mi pequeña Violeta y yo.